Hace un par de días una persona me escribió para que haga una publicación de una vieja “noticia” que yo al menos en mis 36 años no conocía. Me impactó leerla, busqué y encontré el relato sobre Nicolas Lorenzo Sosa de Los Antiguos en su cumpleaños número 18, el 6 de enero de 1999 en el libro “Final de novela en Patagonia” de Mempo Giardinelli… Es fuerte, muy fuerte pero todavía más triste…
“Entonces recuerdo qué en la vidriera del almacén junto a la estación de servicio, estaba el mismo cartel. Es una fotocopia que, ahora lo advierto, he visto también en alguna pared del pueblo. Pero estamos tan exhaustos que en lugar de soltar la curiosidad enseguida nos vamos a dormir.
Mi sueño es mediocre, olvidable, y cuando, a la mañana siguiente voy temprano a una panade ría a comprar facturas, el chico del cartel fotocopiado vuelve a llamarme la atención. Esta vez me acerco y, junto a la foto, leo la letra completa de Sólo le pido a Dios de León Gieco, con los versos «que la Justicia no me sea indiferente» doblemente subrayados.
Pregunto, y la historia que me refieren es brutal. El pibe se llamaba Nicolás Lorenzo Sosa y el 6 de enero del año pasado cumplió dieciocho años. Esa noche sus amigos le organizaron una celebración con la burda consigna de «hacerlo macho». Para ello siguieron las indicaciones de unos tipos más grandes, treintones, casados, gente conocida del lugar, porque en Los Antiguos todos se conocen. Liderados por los más grandes, entre ocho y diez lo mantearon, lo cubrieron de harina y lo pasearon desnudo por todo el pueblo. El rito de iniciación fue creciendo en intensidad y brutalidad: en un momento le ataron una tanza alrededor del pene y lo obligaron a caminar tironeándolo de ella.
Después lo amarraron con alambres a un árbol y lo dejaron un buen rato expuesto a la fría noche. Y finalmente lo llevaron a la casa de una maestra que estaba de vacaciones, en las afueras del poblado, y allí lo pintaron con esmalte sintético de colores diversos. El pobre chico se sentía desfallecer y pedía, primero en buen tono y luego a gritos, que se acabara la tortura, porque para entonces el festejo era eso, sadismo puro. Pero el bestiario nacional, cuando se desata, no acepta límites: y como Nicolás Lorenzo Sosa -siempre con las manos atadas- lloraba y gritaba que le ardía demasiado la piel, uno de sus amigotes fue a buscar un bidón de nafta a la YPF del pueblo.
Lo metieron en el baño de la casa y empezaron a rociado con el combustible, mientras supuestamente lo limpiaban, entre risotadas y burlas. Hasta que uno de los tipos encendió un cigarrillo y, por supuesto, Nicolás Lorenzo Sosa se prendió fuego y enseguida ardió toda la casa. El chico salió corriendo como pudo y se revolcó entre las piedras para apagar las llamas, mientras clamaba por un auxilio que nadie le prestaba. Las bestias estaban más preocupadas por el inesperado incendio de la casa y entonces se aplicaron a apagar aquel fuego.
Nicolás Lorenzo Sosa, ayudado por uno solo de sus amigos -un chico de su edad que luego se declaró horrorizado de su propia participación- llegó en horrible estado al hospital del pueblo. Eran casi las dos de la mañana cuando le avisaron a su madre, Alejandra Genovesio, una maestra jardinera muy querida en la localidad. Al amanecer una ambulancia los llevó a Pico Truncado. De ahí lo derivaron a Como doro Rivadavia, donde agonizó durante tres días. Después lo llevaron al Instituto del Quemado, en Buenos Aires, donde falleció cuatro días más tarde, el 13 de enero de 1999.
Cuando Alejandra Genovesio regresó a Los Antiguos con el cadáver de su hijo, ninguno de los responsables mostró signo alguno de arrepentimiento. Peor aún: la mayoría de los amigos de Nicolás se borró, y el proceso que siguió ha sido -si se lo dice suavemente- cuestionable: la policía de Los Antiguos permitió que al día siguiente del incendio la casa fuera restaurada por los mismos que la quemaron, con lo que no quedaron huellas. En el sumario judicial no fueron tomados en cuenta varios testimonios fundamentales y no declararon todos los participantes de aquella noche espantosa. El testimonio del principal testigo del horror -el chico que ayudó a Nicolás- fue desestimado por ser «demasiado emotivo».
El de la madre, que escuchó de labios de su hijo agonizante el relato pormenorizado de los hechos, también fue desestimado, «por el vínculo». Y todo terminó -al menos hasta ahora- en el viejo recurso canalla del Derecho Penal argentino: «falta de méritos».
El 10 de noviembre pasado, al terminar el año escolar, Matías Sosa, de doce años, hermano menor de Nicolás, siendo escolta de la bandera en su escuela debió asistir al discurso de uno de los asesinos de su hermano, quien, en nombre de la comisión de padres, disertó sobre los valores argentinos en la celebración escolar del Día de la Tradición.
El 13 de enero pasado, al cumplirse un año del brutal asesinato de Nicolás Lorenzo Sosa, luego de una misa se hizo una marcha de silencio en la plaza principal del pueblo. No hubo más de treinta personas «porque aquí todos tenemos mucho miedo y estamos demasiado solos y desprotegidos», me cuenta una amiga de Alejandra Genovesio. ¿Las razones del miedo? Varios de los protagonistas de aquel «festejo» eran y son empleados municipales. Y al parecer algunos de sus abogados serían los mismos que asesoraban a la intendencia hasta diciembre pasado.
Y todos saben que uno de los cabecillas de la «broma que terminó en accidente» (talla versión oficial) es un conocido puntero político local. Se dice también que hay algún diputado provincial que se ocupó de tapar el asunto. Y que la jueza interviniente, de la ciudad de Las Heras, ni siquiera fue a Los Antiguos y no ordenó la reconstrucción del hecho. Se habla también del aparente noviazgo de la jueza con un alto funcionario del gobierno santacruceño.
Me atiborran de habladurías, chismes de pueblo, especies de difícil comprobación, falta de pruebas, denuncias sotto voce. Pero el miedo, ah, el miedo es legítimo, palpable. -Mi hijo no falleció ni murió en un accidente –dice Alejandra Genovesio-. A mi hijo lo mataron. Por más que digan que no hubo intención y que la situación se les fue de las manos, yo quiero que alguien pague por su vida.
Es la Argentina de la impunidad, también en la Patagonia. Como en el famoso caso de María Soledad Morales, la estudiante catamarqueña violada y asesinada en 1990 cuya tragedia derrocó al gobierno y a una dinastía familiar cuyo poder era absoluto en esa provincia, el miedo es rey hasta que alguien empieza a resistir. Hoy son sólo treinta. Mañana serán muchos más. -Recuerde Catamarca -le digo- y no baje los brazos. No está sola. Me mira con sus ojos claros, aguados de llanto, infinitamente tristes. -¿Le parece, realmente? -me interroga desde el fondo de su corazón herido. Yo no tengo la respuesta que quisiera. La verdad es que no la tengo.
Salimos de Los Antiguos con el espíritu entre apocado y furioso. Voy a escribir un texto para el diario, sin dudas. Pero es como si fuera consciente de la inutilidad, de la derrota al ánimo que siempre significa la impunidad de los poderosos. Miro los cerezos a la vera del camino, y más allá el impresionante lago Buenos Aires. Me pregunto cómo es posible que tanta belleza contenga, en un mismo y gigantesco envase, tanta ignominia, tanto cinismo”.
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